Me pregunto si es posible convenir que nuestra revolución se agita cada vez que antepone desafiantemente al poder mundial un signo de su radicalización. O al revés: cada vez que el Poder Mundial ve en ella un atasco para su expansión éste se ofusca.
Levántate y mírate las manos,
para crecer estréchale a tu hermano
Víctor Jara
Leí una vez que Aristóteles dijo que el contenido de una democracia crece mientras más deliberativa y participativa sea la voluntad de los votantes, de los electores. Tal vez tenga razón en un sentido, pero poco importante y cualitativo, al menos visto a años luces de distancia.
Este es un efecto, digamos, heredado culturalmente, sin genes, que forma parte de una historia (de una, hay varias); que viene de la larga y sigilosamente cola de la serpiente griega; o desde Platón, Sócrates o Damocles (con espada o sin ella), hasta civilizaciones pre y postmodernas que descreen totalmente en el valor de la institucionalidad democrática (sus pilares, sus parlamentos, sus poderes constituidos) llegando incluso a postular, con los griegos, los adecos y copeyanos del Opus Dei, que las democracias perfectas son aquellas soportadas en el lomo de los esclavos o de la clase obrera generadora de la plusvalía, o de los asalariados prisioneros que dormían sus pesadillas en los rastrojos de las tierras feudales de los señores de pelos encrespados de entonces.
Mientras en Europa los grandes magnates y tecnócratas que manejan el poder en medio de la vasta crisis, o al menos esa que es de carácter estructural, que sacude sus cimientos culturales (véase el bochornoso caso de la Realeza española, o el llanto paradigmático y de inusitada densidad gestual de la catástrofe anunciada por la italiana Elsa Fornero, inolvidable, por lo demás, sobre el llamado Estado de Bienestar en Italia, año 2011), Hugo Chávez subió el telón de la desgracia que escondía la opulencia petrolera de la Cuarta República y mostró al mundo lo que permanecía velado en su estado natural: la miseria, la pobreza de aquella Venezuela vejada, que fue bautizada alguna vez como «tierra de Gracia» o recibida por Caldera como un regalo de la providencia por la inconmensurable riqueza petrolera que Dios nos dejó en el subsuelo.
Hay que sembrar el socialismo porque nada vendrá por añadidura
En su simbología originaria, Venezuela era dueña del petróleo. Yo crecí con la idea casi amniótica de que mis padres tenían petróleo en las ollas de peltre de la casa. Y fue tan doméstica la noción de que todo el petróleo era nuestro, mío, de mi mamá, de mis amigos del barrio, de adecos, copeyanos, comunistas (como fue El Nacional, que parecía un perro de casa, que andaba por todas partes como uno más de la familia), que no puedo dejar de recordar nuevamente a Alfredo Maneiro cuando dijo que desde 1958 no se veía en el país una reconciliación tan bien teñida de unanimidad y plácemes clasistas, que opacó el fervor del 23 de enero hasta torcerle el espíritu a punta de millones y millones de dólares provenientes del sobreingreso petrolero.
«Sembrar el petróleo», vaya ironía.
Ese telón «kunderiano» que levantó Hugo Chávez durante los últimos años antes de partir, no podrá bajarse ni subirse al modo del teatro de pacotilla, o de chistes de bares. Porque lo que queda al descubierto es una emergencia histórica cuyo peligro nos acecha, pero por eso mismo nos subleva y vamos a revertirla. Por eso es alarmante cuando desde distintos recovecos (algunos insospechados) la Fuerza Armada es vista con apetito voraz para deformarla y ofenderla, para ridiculizarla, para hacerla deambular como una jauría faldera del Poder que Chávez hizo a su imagen y semejanza, para caricaturizarla y «engorilarla», robotizarla.
Todo drama alcanza a veces visos de tragicomicidad, como hoy, que un desodorante de bolita lo exhiben a BsF 6 mil en una calle junto a una cerveza diarréica de Lorenzo Mendoza, como si fueran baratijas de la caída de la mesa limpia. El llamado «bachaquerismo» es una estructura cultural con altoparlantes que desfila con impunidad, que ofende los valores de solidaridad de los venezolanos, de los representantes de las nuevas instituciones originadas en la Constituyente, como es el caso de Tibisay Lucena, Padrino López y el propio presidente Maduro. Y no podemos permitirlo. no pueden desfigurarnos el rostro.
Sabemos de un lado que existe una oposición mefítica, malograda espiritualmente, apátrida, que intenta llevar al suicidio a sus seguidores haciéndoles creer que llegó el fin de la película; y de otro, revoluciones como la nuestra son ferozmente amenazadas por los tentáculos desplegados por la OTAN a escala mundial, por el despeinado de Almagro, por el muñeco de cuerda de Ramos Allup, por mujeres oxigenadas, desde el contrafuerte de los medios de comunicación y los gobiernos de España, Colombia y EEUU. Lo sabemos. Y ellos lo saben que estamos preparados, resistiendo, porque el logos de Chávez y la fuerza del pueblo no son estampitas de hechicería.
Nos estamos enfrentando a un capitalismo agonizante y por eso despiadado. Y no lo dudamos. ¿Cómo dudarlo?
Hay que sembrar el socialismo porque nada vendrá por añadidura. Sembrarlo es adentrarnos al imaginario popular, buscarle el sitio a Hugo Chávez, que hable con sus vocablos.
Saber resistir, y saber, entre otros saberes, distinguir su voz entre la algarabía.
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